24 de diciembre.- Escribo estas palabras a tu lado, en la que ojalá no fuera la última Nochebuena que pasamos juntos. Respiras, y en cada bocanada de aire me das la vida. Soy el único de tus hijos que no pariste en este hospital de La Milagrosa, pero es como si lo estuvieras haciendo ahora, al cabo de tantos años, dándome a luz entre suspiros. Extraños dolores de parto. Te pregunto dónde te duele. Me duele todo, hasta el alma, me dices.

Ya es Navidad. Navidad de 2020, mamá. Me miras y apenas me ves, por culpa de esas cataratas que nunca te operamos, pero leo en tus pupilas todo lo que me quieres decir y sabes por mis gestos -porque me has parido y lo sabes todo-, que esto ya va en serio, que es irremediable.

27 de diciembre.- No soporto verte sufrir. Cada vez que viene una enfermera, le pregunto insistentemente si te están dando todos los calmantes prescritos. No puedo concebir que tenga el más mínimo dolor una mujer de 92 años, y que esa mujer, además, sea mi madre.

29 de diciembre.- El otro día se me escapó una lágrima en el dentista. No por dolor. Es porque se me agolpan los recuerdos últimamente y uno de ellos me transportó al bazar Horta, donde, de niño, me diste a elegir entre dos tanques como premio por haberme portado tan bien cuando me llevaste a que me sacaran un diente. Escogí el carro de combate pequeño, pues consideré para mis adentros que no había sido tan duro el trance. Y compartimos una mirada cómplice, como la que ahora nos perfora el alma.

1 de enero.- Hemos llegado juntos a esta tarde del uno de enero de 2021. Estás sedada. ¡Qué triste es ver cómo te apagas! Te hablo y apenas me abres ya los ojos. Me limito a reconfortarte acariciando tu rodilla izquierda, alisándote el pelo o subiéndote la mantita azul que te he regalado para que tengas un tacto más suave en la cama y un calor que ya no sé cómo transmitirte. Ya no protestas, no te quejas. Te tapo una y otra vez el hombro en un gesto que podría resumir toda la ternura que siente un hijo por su madre agonizante. Y descubro entre lágrimas que esto es la vida, fieramente la vida: intentar abrigarte ante el innombrable frío que se te viene encima.

Hace días que tengo asumido que te estás yendo, a tu paso lento, pero con ese gesto tan Penagos tuyo, con tu nariz Penagos y tus cejas Penagos, que he heredado de ti. Cuando me miro al espejo, veo orgulloso mis cejas y sé que estás ahí, para siempre en mí, como un regalo más dentro del gran regalo que ha sido tenerte a mi lado cincuenta y ocho años y medio de vida.

Necesitaba escribirte. Es lo que mejor sé hacer. Juntar palabras e intentar convertirlas en sentimientos. Hoy toca llorar, pero no quiero poner adjetivos desgarradores. Bastante desgarrador es esto de por sí. Y tampoco estoy para más metáforas que la de imaginar que te estoy acompañando otra vez a uno de esos viajes que hacíamos por Europa en estas fechas. Casualidades de la vida: el primero fue a Londres, y ahora estamos haciendo las maletas para el último; pero Londres ya no está desde hoy en aquella Europa cuyas calles repletas de luces navideñas recorriste agarrada tantas veces de mi brazo.

2 de enero.- Pocas horas después de escribirte estas líneas te has ido para siempre. Ahora ya sé lo que se siente al perder una madre: una desoladora sensación de orfandad. Indescriptible.

Mis amigos te recordarán siempre por tu imperturbable adicción al tabaco, a tus dos paquetes de Fortuna diarios, a tus gintonics del aperitivo que alargabas incluso frente a la sopa del cocido. Porque eras muy chula, mamá, y más madrileña que la plaza de Matute donde naciste en 1928. Con esa misma chulería conseguiste superar 2020 y morirte con una PCR negativa. Le pueden dar mucho a la pandemia: tú te has muerto de mayor, y punto. Te voy a recordar a todas horas, lo sé. Y eso me llenará de vida.

Con cariño para mis hermanos, sobrinos, cuñadas… y para todos los que me estáis arropando en estos tristes días.