La monarquía, cualquier monarquía, pero sobre todo la española, tiene mucho de cacharrería. O de chamarilería, para ser más exactos. Es, al igual que esas viejas tiendas, un sitio al que entras con cierta curiosidad histórica, asombrado de que aún pervivan, aunque sea en un escaparate polvoriento, esos viejos cacharros y trastos que en su día, o más bien en pretéritos siglos, cumplieron su función y hoy yacen arrumbados sin apenas valor práctico.
Lo que hizo la reina Letizia el domingo de Resurrección en la catedral de Palma –aparte de provocar un orgasmo a cualquier guionista de The Crown- fue lo mismo que hacen los elefantes en las cacharrerías, pero sin entender que ella misma es a la vez paquidermo y cacharro consorte. De toda la escena, o la escenita, me quedo con el gesto del rey emérito, ese viejo cazador de elefantes, que miró a su nuera de perfil como hacía con sus presas antes de empuñar con fuerza el rifle, ahora convertido en un inofensivo bastón. Una pena, ahora que se ven elefantes hasta en las carreteras de Albacete.
Pero es lo que tiene el haberse sacado un máster de reina sin haber mamado durante años la licenciatura de protocolo. Es lo que pasa cuando solo comes brócoli o sopa minestrone: que luego no hay forma de tragar los sapos del oficio. Y es lo que pasa cuando entregas a los medios un vídeo muy de familia feliz y luego no eres capaz de aguantar un posado en directo con tu suegra en la catedral de Palma mientras tu hija, la heredera, da de manotazos a la abuela. Va a hacer falta un poco más de bótox para recomponer la sonrisa.