Grimaldos, durante el homenaje a José Luis Morales, sostiene la bandera republicana hecha con retales que sisaron en el Corte Inglés en 1976.

Se ha ido la voz que daba voz al flamenco. Ha muerto Alfredo Grimaldos, amigo y compañero leal, de los que ya no quedan, periodista de raza proletaria y flamencólogo de pasión.

Me niego a hacerte un obituario, Alfredito. Tú nunca lo hubieras querido. Pero sí voy a hablar de tu libro, de uno de tus libros. No el que te ensalzó como gran analista de la Transición, desvelando la trama de cómo los políticos del antiguo régimen encontraron acomodo junto a una izquierda meliflua en la monarquía instaurada por el dictador (‘La sombra de Franco en la Transición’ Ed. Oberón 2004). Ni tampoco de los que escribiste sobre tus investigaciones acerca de la CIA en España o el poder inmatriculado y sempiterno de la Iglesia. Tanta fue tu lucha política, en tantos frentes, y tanta tu memoria y tu profesionalidad que siempre te llevaré en el recuerdo con el título de maestro.

En 2010, poco antes de que falleciera Enrique Morente, publicaste “Historia social del flamenco” (Ed. Península), el libro que me ayudó a entender las auténticas raíces del cante jondo, gracias a esa portentosa capacidad de análisis que siempre te distinguió. De tu memoria oceánica, como escribía el otro día Manuel Llorente en el obituario –inigualable- de El Mundo, ni hablamos.

A DOS MANZANAS DEL CUERPO DE MORENTE

Recuerdo que me pidieron que escribiera una reseña larga de tu libro en interviú. Accedí encantado, pues eso suponía que quedaríamos una tarde a tomar cañas –El Mundo cada vez te robaba más tiempo- y así poder sacarte unas comillas para adornar el artículo.

Y quedamos, pero en qué mal momento. Acababa de morir Enrique Morente y me citaste en el 9 de Santa Teresa, para tomar unos vinos y hacer tiempo antes de ir a la SGAE, a la capilla ardiente de tu amigo el cantaor, a dos manzanas escasas de allí. Recuerdo, con esa precisión de las imágenes que se quedan grabadas, que no te salían las palabras, a ti, que sabías contarlo todo.

Volvimos a vernos unos días más tarde. Fue entonces cuando me diste una clave para entender la evolución del flamenco y la calidad de sus voces: el urbanismo. Los altos edificios de ladrillo fueron sustituyendo los antiguos patios de Jerez, al tiempo que el flamenco se globalizaba y se hacía popular, como en aquel Madrid de los ochenta, repleto de peñas, donde algunos recalábamos muchas noches cuando ya nos cansábamos de tanto Penta y tanta movida.

José Mercé en el bar «Mi hermano y yo», su segunda casa. Foto de Pablo Vázquez

Me decías que el urbanismo había acabado con una determinada forma de flamenco. Aquel patio de vecinos donde vivía la Piriñaca –que es la portada del libro- o el tabanco donde cantaba el Sordera ya no existen. Me hablabas de los cantaores globales, como Miguel Poveda: “Es de los que aprendieron a cantar escuchando discos y canta bien, muy profesional, pero le falta el pellizco de los antiguos”.

LA ESCUELA DE MERCÉ

Esa teoría tuya me la confirmó, años más tarde, José Mercé, en una entrevista que le hice junto a Pablo Vázquez en el bar donde suele recibir a la prensa: «Ya no quedan aquellos patios, con esa sonoridad y ese eco que tenían. Eran la escuela». Fueron su escuela. “Mercé puede hacer pamplinas, pero cuando se sube a un escenario la cosa va por derecho, y si hay que cantar por seguiriyas y partirse los riñones, a ver quién se mide con Mercé (…) Si ya lo traes de familia puesto, no te lo puede quitar nadie, pero los nuevos… Fijaos en la diferencia: Mercé sale de una familia de gitanos, escuchó cantar en su bautizo y todos los días de su vida, su tío es el Sordera, su tatarabuelo es Paco la Luz… ¿Cómo va a cantar ese igual y con el mismo soniquete que el que nace en Alpedrete y empieza a cantar escuchando discos?”, dijiste en una entrevista para Diagonal.net. Rancapino lo resume con precisión en tu libro: “Tengo la voz ronca de haber andando tanto tiempo descalzo”.

Quería recordar estas palabras tuyas. Podría decir que todo lo que sé de flamenco lo aprendí de ti. Y tantas otras cosas que compartimos en las refriegas periodísticas de aquellos años noventa en interviú. La última vez que nos abrazamos fue hace tres años, en el homenaje que le disteis la vieja guardia al bueno de José Luis Morales, el canarión más revolucionario que conocieron los tiempos.

Te voy a decir una cosa, Alfredo: te has librado de ser fusilado por ser un rojo hijo de puta. Ya solo les quedan 25.999.999 por liquidar, y sería un honor para mí ocupar el lugar que te tenían destinado en el paredón.