He leído mucho a Josep Pla. Desde un punto de vista periodístico, diría que fue quien me enseñó a adjetivar y, sobre todo, a entender que, en cualquier información, no solo es importante lo que cuentas, sino cómo lo cuentas. Me he empapado de su costumbrismo, de la importancia que le daba a los días, -con sus “auríferas mañanas” y sus crepúsculos “de color homérico”-, a las horas y a los vientos, al trotar del tiempo –lo de correr, en Pla, es impensable- en una Cataluña de la que me enamoré gracias a sus reposadas y exactas descripciones. Siempre que he ido al Baix Empordà, ya sea por trabajo o por mero goce gastroturístico, he constatado la perfecta construcción adjetival que hace el escritor de su “petit país”.

El buen comer

De Pla –y de Vázquez Montalbán, inigualable prologuista de libros tan deliciosamente planianos como El que hem menjat (‘Lo que hemos comido’. Destino, 1997)- he aprendido a hablar de gastronomía con conocimiento de causa –ojalá limeña-; a entender que el paladar pertenece al país de la infancia, a apreciar el delicado sabor de unos guisantes recién cosechados –excelente el contrapunto dulce y amargo si se rehogan con unas pocas habas de temporada-, e incluso a meterme en la cocina de un restaurante de La Isleta del Moro, en el almeriense Cabo de Gata, para indicarle al cocinero cómo debía prepararme el inesperado verrugato que les había llegado ese mismo día.

El verrugato es, según Pla, “el mejor pescado del litoral y del Mediterraneo (…) un pez bastante desconocido y que no abunda mucho, pero muy apreciado por las personas que lo conocen”. Tengo el sabroso honor de contarme entre ellas.

Quintà, el periodista

Sin embargo, había algo que me faltaba de Pla: saber más de ese “Camelot” de íntimos amigos que reunía en torno a la chimenea de su masía –el Mas Pla de Llofriu-, y con quienes compartió eternas sobremesas de conspiraciones, chismes y literatura en los restaurantes primordiales del Ampurdán. De todo ello, y de todos ellos, habla con precisión de cirujano Jordi Amat en El hijo del chófer (Tusquets, 2020).

El libro documenta la tormentosa vida de Alfons Quintà, que llegó a ser azote periodístico de Pujol por el caso Banca Catalana y una de las piezas clave para entender las relaciones entre periodismo, poder y política en aquella Cataluña de la primera Transición. Hago spoiler porque es de todos conocido: Quintà, de cuya turbia vida personal y profesional da cuenta pormenorizada el libro, fue delegado de El País en Cataluña y el primer director general de TV3. El 19 de diciembre de 2016 asesinó a su esposa Victòria Bertran, médica de 57 años, con una escopeta de caza y después se suicidó. Tenía 73 años.

Alfons Quintà era el hijo de Josep Quintà, el chófer de Pla. No debe entenderse como un conductor a sueldo, sino más bien como el amigo con el que viajaba por L’Empordanet, el que le llevaba y traía el correo a la masía, los libros, el New Yorker, el que le hacía los recados, y con el que entabló tal confianza que su nombre aparece frecuentemente en los dietarios del escritor.

Ese es el Quintà, padre, del que teníamos noticia los lectores asiduos de Pla, aunque reconozco que no sabía que fuera su chófer ni tampoco el progenitor de aquel Alfons que hizo del chantaje –incluso al propio Pla- una forma de entender el periodismo. Por lo visto, también actuaba como un depredador sexual en las redacciones por las que pasó. Psicópatas parecidos he conocido a lo largo de mi vida profesional, pero lo de Alfons Quintà da para un libro, como ha quedado demostrado.

El  chófer

Uno de los apartados que más me ha interesado del trabajo de Amat es la figura de Josep Quintà, el padre, cuya presencia en las cenas del escritor queda registrada repetidamente en La vida lenta. Notas para tres diarios (1956, 1957 y 1964) (Destino, 2014)  con anotaciones inéditas de Pla. Nunca entendí bien del todo ese libro, hasta que Jordi Amat ha venido a contarnos quiénes eran realmente los personajes que aparecían en dichos diarios.

Viajante de comercio, Josep Quintá se pasó al bando rebelde tras estallar la Guerra Civil. Casado con Lluïsa Sadurní, tuvo a su único hijo, Alfons, en 1943. Ser excombatiente franquista y poseer un coche gracias a su profesión, en plena posguerra, le valió de mucho. Lo cuenta con detalle Amat en el libro. Habla de cómo dejó a su mujer en el domicilio de Figueres por una amante en Palafrugell, de cómo marcó física y psíquicamente a su hijo con la hebilla del cinturón en numerosas ocasiones –para eso no hacía falta tener coche, pero sí mucha mala hostia -, y de cómo supo acercarse a Pla, viaje a viaje, recado a recado, hasta convertirse casi en la sombra del escritor. Tan siniestro el padre como el hijo, o como dice el refrán, de padres músicos, hijos cantores. Ambos aparecen en una entrevista que le hizo a Pla el periodista Carles Sentis en 1974, para el programa Giravolt, de TVE-Catalunya (a partir del minuto 1:45 para ahorrar tiempo). Aconsejo verlo para hacerse una idea de quiénes estamos hablando.

Camelot

La mesa donde entrevistan a Pla es el “Camelot’ al que se refiere Amat. Ahí escribió el ampurdanés sus mejores obras. «Josep Pla, escribiendo en la masía, solo, a altas horas de la noche, uno de los últimos hombres de Europa». Así lo describía Valentí Puig en El hombre del abrigo, como un Montaigne del Empordá. Y ahí, también, además de los Quintà, tuvieron largas conversaciones con Pla lo más granado de la burguesía catalana de los años cincuenta y sesenta. Personajes como el empresario textil Domingo Valls Taberner, el arquitecto Joan Sardà -responsable del Plan de Estabilización de 1959-, o el empresario y banquero Manuel Ortínez, artífice del regreso a España de Tarradellas, vieron consumirse los troncos de la enorme chimenea charlando con el escritor. Y, cómo no, el historiador Jaume Vicens Vives, amigo y conspirador con el que Pla fue preparando el escenario del postfranquismo en una Cataluña en la que ya tenía voz y mucho que ocultar Florenci Pujol, el padre del aún investigado expresident junto a parte de su familia. “No hay ejercicio de poder sin comprensión del mundo y nadie lo ha entendido mejor que Pla, más potente en la tertulia que en los papeles, y los financieros lo sabían”, dice Amat.

Las últimas horas de Pla

Dejo para el final el principio del libro: la agonía de Pla contada por Alfons Quintà. Sólo un hombre como el que describe Amat en El hijo del chófer pudo escribir esta crónica (publicada en El País el 23 de abril de 1981). Era tal el control que tenían padre e hijo sobre el escritor que hasta detallaba, en el artículo, el número de hematíes del enfermo en sus últimas horas. Deja claro el autor que Alfons Quintà no hubiera sido nadie sin Josep Pla. Y su padre tampoco.

(Imagen de apertura: Pla inmerso en su mundo mágico. Eugeni Forcano)