El obelisco de la hoy llamada plaza de la Constitución, de Las Palmas de Gran Canaria, llevaba desde 1957 esperándome a que un día despertara a escasos metros de él para desvelarme con un guiño poético todo cuanto guardaba en sus volcánicas entrañas.

Amanecer en casa de mi querido Tomás Morales junto a la calle Tomás Morales (el poeta grancanario), tiene su aquel. Pero encima ver a la derecha del balcón un obelisco y descubrir que, según las guías locales, fue construido por el arquitecto Joan Margarit i Serradell es algo que te llega muy adentro si eres ferviente seguidor del poeta, y arquitecto, Joan Margarit i Consarnau; su hijo.

Tras indagar en la historia del monumento, supe que Margarit, entonces arquitecto municipal, lo construyó dos años antes de su inauguración, en 1955, usando la lava extraída de una cantera de la Isleta, el humilde y no menos animado barrio que corona la ciudad.

He rastreado periódicos, páginas web, guías de turismo y libros de poemas para llegar a la conclusión de que Margarit, padre, nunca presumió de este obelisco, que jamás tuvo pedestal ni leyenda alguna hasta que, ya en la época democrática, lo reconvirtieron en el monumento a la Constitución de 1978 y le colocaron una placa con el Preámbulo escrito en la base.

El poeta Tomás Morales, en su plazoleta

Y tampoco lo menciona su hijo, que sin embargo no deja de alabar en varios de sus poemas los otros edificios que construyó su padre, como la plazoleta de Tomás Morales, con la estatua del poeta obra de Victorio Macho, frente al obelisco, que diseñó en 1959.

Un 18 de julio…

El alcalde Ramírez Bethencourt y el obispo de turno, en los años del obelisco.

Margarit i Serradell “no pertenecía al bando de los vencedores”, como aclaraba el poeta en una entrevista en La Provincia. Hizo lo que hizo, aquel 1955, por orden del alcalde franquista José Ramírez Bethencourt, a quien se le ocurrió adornar con un obelisco –esa estética, aquellos años- el nuevo barrio de Arenales, que uniría la zona del Puerto con Las Palmas. Eso sí: tras ganar terreno al mar y arrasar las plataneras de la zona, las llamadas Fincas Unidas. El obelisco fue inaugurado el día 18 de julio de 1957, fecha que ninguna gracia podía hacer a quienes, como el arquitecto, habían perdido la guerra.

Las devastadas regiones de su biografía

¿Qué sentiría Margarit cuando le encargaron el obelisco? ¿Qué podía sentir un hombre que dos años antes había construido el impresionante Park Hotel de Andorra, cuando le encargaron erigir aquella lanza de 25 metros de lava? Hay que adentrarse un poco en la biografía del padre del poeta para entenderlo.

Una vez perdida la guerra, Margarit i Serradell, que había combatido en el bando republicano, fue encarcelado en el penal de El Dueso. Al salir, este hombre nacido en el seno de una familia obrera logró sacarse el título de arquitecto en Barcelona, en una Escuela de Arquitectura donde no abundaban precisamente los ex presos republicanos. Pero lo hizo… y, como era de esperar, no le dieron ni un encargo.

La represalia profesional le llevó a peregrinar con su familia por distintas localidades catalanas (Figueres, Girona…) para trabajar, como pudo, al servicio de la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones, organismo que no dudó en emplear a presos políticos republicanos para hacer trabajos forzados, sobre todo en el Protectorado de Marruecos.

Andorra: un hotel para la posteridad

El ayuntamiento de Port de la Selva, la aduana de Port Bou o el hospital de Figueres tienen la huella magistral de Margarit, padre. Fue entonces cuando conoció y trabó amistad con Bartomeu Rebés, empresario y mecenas catalán que diseñó el primer modelo urbanístico de Andorra la Vieja. A Margarit le encargó la construcción del impresionante hotel Andorra Park, el primer cinco estrellas que hubo en el Principado y que aún hoy sigue siendo refugio favorito de las celebridades.

El lujoso hotel Andorra Park, diseñado por Joan Margarit, padre.

Leo en el diario digital andorrano Bondia “el primer diari gratuit i independent”– que el futuro poeta y arquitecto Joan Margarit tenía 14 años cuando acompañó a su padre a ver las obras de tan magno edificio, en el verano y la Navidad del 52. Debió de marcarle mucho ese viaje, tanto para su futura carrera de arquitecto como para la de poeta, pues años después, en su libro “Casa de Misericorida” ( Visor, 2007)  escribió este poema:

Hotel Andorra Park

Lee su insomnio en el cristal oscuro.

Aquí, donde después se construyó el hotel,

un muchacho ocultó debajo de una piedra

una carta de amor, y trazó un mapa:

el verdadero mapa de un tesoro.

Pero el tesoro fue una cobardía:

lo que no se atrevió a decirle a una muchacha.

Su última carta de amor,

esa sí que llegó a entregarla en mano.

La cobardía o el desprecio, entonces

-nunca podrá saberlo- vino de una mujer.

Como un barco de guerra va llegando

el alba a los cristales del hotel.

Ya ninguna mujer recuerda carta alguna.

Y las nubes presagian frío y nieve.

 

La etapa canaria de los Margarit

De su padre, el poeta ha dicho que fue «uno de los primeros urbanistas que en España habló del urbanismo moderno, un urbanismo ligado a la economía y la política, en sintonía con los países desarrollados, como entonces se llamaban: Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y Suiza, sobre todo”.

Y quedó bien demostrado cuando, tras la experiencia andorrana, la familia Margarit volvió a hacer mudanza. A Tenerife primero, y a Gran Canaria después. Año 1954. Mas allá del obelisco, que al menos pervivió para convertirse en un símbolo constitucional, pese a la triste fecha de su inauguración, y de la mencionada plazoleta de Tomás Morales, el arquitecto municipal Margarit i Serradell construyó dos edificios señeros en Las Palmas: la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores y su torre aledaña, del barrio de Schamman, y el Mercado central.


De la primera, su hijo destacaba en un reportaje de La Provincia, la torre, el campanario exento del templo, cuya levedad respondía a una necesidad económica: «La transparencia permite que el viento la cruce y eso posibilitó ahorrar en materiales (…) Es un edificio con una idea higiénica de luz, de claridad, que evita la brutalidad y lo siniestro, propios de épocas de opulencia». El mismo ahorro de líneas que muestra en el gran arco del Mercado central, huella indiscutible Margarit i Serradell.

Así lo plasmaba el poeta en su ‘Arquitecto en Las Palmas’, del libro ‘No estaba lejos, no era difícil’ (Visor, 2011), donde magistralmente retrató a su padre:

Tu rostro, aún tan joven, me sonríe

desde todas las calles.

No había vuelto desde que era un chico.

Barnizados con aire del Atlántico,

he visto, transparente de alegría,

la torre de la iglesia

y el arco enorme, en calma, del mercado.

Una nueva clemencia aparece

en estos edificios si imagino

cuando, dentro de ti, no eran más que ideas.

Entiendo tu entusiasmo, aquellos días,

la generosidad de un viejo oficio.

Tu tiempo más tranquilo comienza ahora aquí:

en sitio alguno como en esta isla

pudiste alcanzar la dignidad.

Aquí donde, por fin,

dentro de mí, hoy puedes reposar.

La casa familiar de los Margarit en Las Palmas estaba en la calle Bernardo de la Torre. Allí iba de joven el poeta, que ya estudiaba para arquitecto, a pasar algunos días de vacaciones. En esos mismos días en que amanecí en Tomás Morales quisieron los azares del covid que terminara alojándome muy cerca de la casa de los Margarit. Pero ese nuevo guiño poético lo dejo para otra ocasión. Me quedo con el buen sabor de boca de saber que en esta isla, y más allá de los avatares del obelisco, Margarit i Serradell pudo alcanzar por fin la dignidad.

Acabo con esta coda: Año 1959. Suena Schumann en casa Margarit. Lo recuerda Joan, el tristemente desaparecido Joan Margarit i Consarnau en el poema ‘El tocadiscos’, del libro ‘Se pierde la señal’ (Visor, 2012):

Un mueble de madera, grande, oscuro,

y barnizado como un espejo:

mi padre no dejaba

que nadie más que él lo manejase.

Ponía cada vez el mismo disco,

como si así intentara averiguar,

desesperadamente,

por qué, al escucharlo, llegaba a algún lugar.

Robert Schumann, Concierto para piano.

El intérprete era Friedrich Gulda.

Continúo escuchándolo y recuerdo

la calle de casitas en Las Palmas.

Cada una tenía una cabra en la azotea.

Al fondo, el mar.