Cuando Luis empezó a querer a Almudena ya todos habíamos leído ‘Las edades de Lulú’; y paseábamos el erotismo de la juventud por los septiembres gaditanos, en playas interminables donde siempre era ‘completamente viernes’. Este libro de García Montero, con el que desnudó a versos su amor por la escritora, ha sido desde su publicación una de mis biblias poéticas.

Conservo su primera edición, de febrero de 1998 -mil seiscientas pesetas-, y aún sigo releyendo aquellos poemas de los noventa que fueron también los primeros años de amor a mi mujer. De él aprendí, entre otras verdades, a veces dolorosas, que “la ausencia es una forma del invierno”, o que “en las ciudades pueden encontrarse/ relojes que se paran en la última copa,/ la luna sobre un taxi/ y todos los poemas que te escribo”.

LA CAJA DE LAS LETRAS

Tuve ocasión de comentárselo a Luis hace unos días, pocos antes de cumplirse el primer aniversario de la muerte de Almudena. No está bien presumir de las circunstancias que a veces te regala el periodismo, pero hoy voy a hacer una excepción. A raíz de un reportaje que estaba realizando sobre el Instituto Cervantes, pude entrevistar a su director y departir un buen rato con él sobre los aspectos más terrenales y humanos de la vida, nada menos que en el interior de la Caja de las Letras, la que en su día fue la caja fuerte del Banco Central.

Un lujo. Y una tristeza que se resolvió con un abrazo entre ambos cuando le dije cuánto estaba llorando su “Un año y tres meses”, el libro con el que se fue despidiendo, con tan amargos y maravillosos versos, de Almudena.

 

DISTOPÍAS CERCANAS

Y en esas estábamos cuando, hablando de amigos y compañeros comunes, me suelta Luis de repente: “Pues la novela póstuma de Almudena transcurre en gran parte donde tú vives”. Me constaba que la pareja de escritores era amiga de un compañero, exjefe y vecino mío y que por eso conocían bien esta zona, a los pies de la sierra de Madrid. Pero no sabía hasta qué punto le sirvió a Almudena Grandes este pequeño paraíso como inspiración para esa admirable distopía titulada ‘Todo va a mejorar’.

He tenido el placer de leer la novela en apenas unos días, gracias al largo tiempo que me ha concedido una convalecencia. Dignamente acabada por Luis, y sin entrar en los argumentos distópicos, totalmente plausibles, en los que se basa, lo que más me ha sorprendido y ha hecho que aumente aún más mi admiración por Almudena Grandes ha sido constatar cómo pudo levantar y sostener tal andamiaje de personajes y escenas cuando ya andaba tratándose el cáncer con qumioterapia, tal como cuenta su viudo en las últimas páginas del libro. ¡Y tanto que entregó su vida a la literatura! Y de qué manera. Transformar los confinamientos, las mascarillas y los aplausos solidarios en ciencia-ficción no era tarea fácil. Almudena lo consiguió y nos lo dejó como legado.

Valga para terminar el consejo que le dio un médico a mi madre cuando éramos pequeños: “La zona de Torrelodones tiene unas propiedades de radiación solar y calidad del aire que la hacen única para la salud y el buen crecimiento de los críos”. Mi familia veraneó aquí durante años. Yo me he quedado a vivir permanentemente. No andaba muy desencaminada Almudena Grandes cuando levantó aquí una burbuja de aire descontaminado para que pudieran vivir los mandamases del Cuerpo Nacional de Vigilantes de su ‘Todo va a mejorar’. Quizá sea que a veces la ciencia imita a la ficción, tanto como la vida al arte.