Vive Virgilio los mullidos días de la jubilación junto a su mujer, la argentina Marcela, en uno de esos rincones paradisíacos con que te sorprende Asturias a cada paso. Hemos pasado y paseado unos días con ellos, a caballo entre Posada de Llanes, a los pies de la sierra de Cuera, y la playa de Borizu (sobre estas líneas), y también por la cercana Cantabria, en el parque natural de Oyambre.
Subí a las redes el otro día una foto con él contando que nos bebimos y nos comimos Madrid, allá por los noventa, con una dieta de whisky, risas y riquísimas empanadas chilenas. Pero me quedé corto y con ganas de contar algunas anécdotas de su azarosa vida. Aquí van:
Cuando llegó a España, exiliado del Chile dictatorial de Pinochet, mi querido y admirado Virgilio empezó trabajando como asistente del marqués de Domecq. Era uno de los doce empleados que tenía en su palacete el señorito, en aquel Jerez donde siempre se decía que «si no eres Domecq, eres caballo». Virgilio fue caballo, como todo el pueblo llano.
Entre otras muchas anécdotas, recordaba que le tenía que acompañar a misa diaria al marqués y que éste le recriminaba que no entrara a la iglesia a rezar… Siempre se preocuparon más los señoritos por la salvación de las almas que por la subida de los salarios, que es una buena forma de salvar el cuerpo antes que el alma. Concluí con Virgilio que lo único terrenal que le interesaba al señorito eran las medidas de su latifundio.
De Jerez, pasando por Sevilla, llegó Virgilio a Madrid y creó una startup. Así es como se llama hoy a buscarse la vida montando un negocio que, entonces, no tenía competencia alguna: la fabricación y venta de «riquísimas empanadas chilenas». Durante años le vi llegar al Portalón, el café-galería donde recalábamos la pandilla, con su surtido de empanadas de carne y de maíz… y allí fuimos trabando amistad, ironías, risas, copas y alguna que otra partida de ajedrez en las ociosas tardes de los domingos.
El inolvidable cartel de «riquísimas empanadas chilenas» se hizo un hueco en los mejores bares de la movida madrileña de los noventa, con aquella posmodernidad alcohólica que encontraba en las empanadas de Virgilio la mejor forma de quitar el hambre de la noche, el hambre de los porros. La empanada chilena de Virgilio era un resopón cálido y sabroso después de tanta cerveza y tanto whisky.
Son incontables las veces que terminó llevándome a casa, en su furgoneta, bajo el inconfundible olor de las empanadas que habían sobrado, o que aún quedaban por repartir. Éramos, y aún somos, amigos de la calle, de las curtidas calles de aquel Madrid pasota y hoy gentrificado.
Conocer a Marcela, para Virgilio, fue su salvación. Marcela, otra exiliada, pero ella de la dictadura argentina, hizo que el negocio de las empanadas prosperase hasta cotas increíbles. Ya no solo eran los bares y cafés distinguidos los que ofrecían sus productos. Bodas, eventos, fiestas en embajadas y, cómo no, algún cumpleaños mío en La Toscana, han tenido a las empanadas de Virgilio y Marcela como grandes protagonistas.
Ahora le ha tocado vivir a gusto la jubilación, pasear, recoger castañas, nueces, jugar a la rayuela de Cortázar por las lindes de los caminos y analizar con detalle la composición de las mazorcas de maíz, preparar ceviches, regatear un par de vinos y disfrutar de Marcela y del mar. Y, como bien me dijo el otro día, «echar unas risas con Carlitos, el risas». Que así es como se me conocía por aquel entonces.